Los lingüistas han encontrado en la gestión de la comunicación del COVID-19 una especie de mina de oro, dadas las muchas interpretaciones y repercusiones que genera el lenguaje utilizado. En el inicio de la pandemia, el Gobierno quiso escenificar la gravedad de la situación con una proliferación de lenguaje bélico más digna del Arte de la guerra de Sun Tzu que de una gestión meramente sanitaria. Y en lo que parece el final de la misma, ese lenguaje evoluciona hacia formas más propias de la política, con un incremento de eufemismos e incluso con descripciones propias de la ciencia ficción y en concreto de aquellas que nos presentaban un estado superior siempre vigilante que tan magníficamente nos describió George Orwell o incluso el mismo Saramago.
La nueva normalidad
“La nueva normalidad” pasará a los libros de historia como un ejemplo de oxímoron y de eufemismo, que incluye tantas interpretaciones y percepciones como uno quiera, menos la de tranquilizar. Entre las múltiples lecciones aprendidas que abundan estos días en las redes sociales, pocos destacan el lenguaje utilizado, tanto la palabra como el lenguaje visual y no verbal. En esta crisis esas palabras concretas y la visión de unos determinados gestos, portavoces, estilos y decorados, que nunca han sido fruto del azar, han motivado o desmotivado mil veces más que toda la información o sobre información acumulada.
Nuevas formas de comunicar
Los asesores políticos deberán revisar profundamente sus estilos, sus recursos lingüísticos y el abuso de la metáfora conceptual que tanto abunda en política y que ha sido utilizada permanentemente para persuadir, crear vínculos o motivar. Al parecer no se han enterado aún que el ciudadano, en procesos de alta complejidad y con amplias repercusiones en su vida cotidiana, como en la crisis vivida, lo que requiere no son figuras bélicas o retóricas. Lo que pide, es simplemente transparencia, claridad, simplicidad y concisión. El gran error en esta crisis ha sido utilizar el lenguaje político siguiendo los parámetros tradicionales, donde el objetivo radicaba en adornar los contenidos tanto como fuese posible, para darle mayor volumen a la acción política.
No se trata de visualizar qué nuevos recursos lingüísticos nos deparará esta situación o a qué fórmulas recurrirá la política para escenificar las nuevas decisiones que se deban tomar o los nuevos escenarios que deberemos afrontar, sino de la capacidad real de los gestores de esta crisis para motivar y generar confianza en la población, también mediante el lenguaje, e incluso mediante un lenguaje que únicamente se va a transmitir de manera digital. Quizás todo ello requeriría de la presencia de verdaderos expertos lingüistas y de una reflexión que supere la tradicional frivolidad política por llenar el espacio, sin tener en cuenta la importancia real de lo que se dice y cómo se dice.
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