Apuesto a que la mayoría lo hemos experimentado. Eso de estar solos en una sala de espera cualquiera –en el médico, por ejemplo– y, al no haber nadie más, sentarnos sin demasiados miramientos e incluso aprovechar la ocasión para intentar deshacernos de aquella cosa reseca que hace rato notamos incrustada en el interior de nuestro apéndice nasal, o para colocarnos bien esa ropa interior que, ¡maldita sea!, nos molesta en la entrepierna. Entonces, de golpe, si no estamos abducidos por el móvil, advertimos que se abre la puerta de la sala y que alguien está a punto de entrar, y nuestra actitud cambia casi de forma automática: recogemos nuestra posición y dejamos nuestras manos en modo reposo, sin hacer nada que esté fuera de lugar.

Porque, más allá del comportamiento socialmente correcto –ahora menos encorsetado que tiempo atrás–, somos conscientes de que todo comunica. ¡Y de ningún modo queremos que nuestra primera imagen sea la de alguien hurgándose la nariz!

Si la mayoría de nosotros tenemos esto en cuenta en nuestro día a día –aunque confieso que lo digo con la boca pequeña por lo que demasiado a menudo se cuelga hoy en las redes sociales–, es evidente que aquellas personas que tienen una responsabilidad con proyección pública deben observarlo aún más. Porque su forma de proyectarse acaba incidiendo en aquello que representan, para bien o para mal. Y esto lo digo sin la menor duda.

En una conferencia, en una presentación, en una rueda de prensa… podemos controlar las palabras –qué decimos, cómo lo decimos, dónde las decimos–, pero el lenguaje corporal escapa a menudo del dominio racional y puede contradecirlas con facilidad.

Ahora bien, sin que sea necesario convertirnos en algo que no somos, también podemos ‘entrenar’ nuestro lenguaje corporal para que sea congruente con lo que decimos en una intervención pública. De manera especial, las manos. La manera cómo las movemos o cómo las colocamos puede transmitir seguridad o inseguridad, control o desconfianza, proximidad o incluso, miedo.

Es por ello por lo que los profesionales que acompañan en la preparación para hablar en público –como los del equipo de Síntesi– recomiendan y enseñan cosas tan sencillas como evitar hablar con las manos en los bolsillos o con los brazos cruzados, evitar mover las manos de manera excesiva o tocarse el pelo o la nariz o rascarse la cabeza o ponerse las manos por delante de la boca, porque son gestos que denotan inseguridad, nerviosismo o que quiere esconderse algo.

Igualmente recomiendan, claro está –y en este caso de manera específica al género masculino–, que en una tribuna pública evites agarrarte tus ‘partes nobles’ de manera ostensible, para decirlo de forma cortés. Todo parece indicar que el señor Luis Rubiales debió de saltarse la sesión en la que seguro que le hicieron esta recomendación. O a lo mejor no se saltó la sesión sino la recomendación.

Es evidente que “si un directivo o alto responsable de empresa es un zoquete, el problema es él y no quién gestiona la reputación de su organización”, como hace pocos días señalaba Jordi Martínez en este mismo blog en relación con el caso Rubiales. Pero lo cierto es que “la manera nefasta y generalizada de comportarse” del personaje ha acabado torpedeando, y mucho, la ya bastante maltrecha reputación de la organización que representaba, y el asunto –lo que sucedió en el palco y en la ceremonia en el césped y todo lo que ha venido después– es digno de ser analizado desde la vertiente comunicativa. De hecho ya han aparecido algunos análisis muy interesantes en este sentido, como el de la periodista Mireia Domènech en Comunicació 21 sobre la intervención de Rubiales en la asamblea general extraordinaria de la Real Federación Española de Fútbol. Aquella en la que, entre otras cosas, y después de que alguien filtrara el día anterior que Rubiales anunciaría allí que lo dejaba, repitió hasta nueve veces que no dimitiría.

Todo digno de estudio.