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Crisis que matan, crisis que engordan

per | 22/04/2025 | Blog, Comunicación, Comunicación de crisis, General, Sintesi 30 anys | 0 comentarios

Artículo publicado en el suplemento “Tinta Libre” de El País

Dicen que las crisis no las provocan los hechos, sino la forma de reaccionar. Los ciudadanos podemos entender y llegar a aceptar cualquier situación, cualquier hecho, por muy grave que sea, pero lo que no toleramos es una respuesta inadecuada, no inteligible o la no respuesta. Lo hemos vivido recientemente en la catástrofe ocasionada por la tormenta dana en Valencia, donde el propio hecho se aceptó como un fenómeno natural extraordinario, pero nadie entendió ni toleró la respuesta de la Generalitat Valenciana, las excusas de su presidente y las barbaridades de alguna que otra consejera.

En la respuesta está precisamente la clave de la gestión de las crisis. En las situaciones extremas, las personas esperamos de los responsables de la gestión de esa situación empatía, información constante, transparente, clara y concisa, consejos prácticos y decisiones proactivas. Es decir, tener un punto de apoyo donde intentar entender qué está pasando, qué se está haciendo y qué debo hacer yo.

Y en ese marco, el mensaje es esencial para generar confianza, credibilidad y tranquilidad. Un mensaje no entendible generará rechazo, desconfianza y desconexión por parte de la población; un mensaje demagógico irritará a las personas afectadas, y un mensaje falso provocará frustración y rabia. En ese sentido, el periodista y escritor colombiano Daniel Samper decía que “las frases de más de 40 palabras no son frases, son emboscadas”, y un famoso dicho latín nos recuerda que “In claris, non fit interpretatio”; es decir, que en las cosas claras no hay interpretación posible.

Día a día tenemos ejemplos –muchos– de lo contrario. Recientemente, para explicar a los vecinos un proyecto que resultaba polémico en el territorio, una organización multinacional lo describía de la siguiente manera: “Vamos a llevar a cabo la instalación de una planta de captura y licuefacción de CO2 fósil y biogénico con tecnología criogénica”. Y un equipo médico que quería explicar su trabajo, lo definía con una frase imposible de traducir: “Aquí trabajamos con células dentífricas con propiedades fagotizantes”.  

El lenguaje claro debe ser una obligación siempre por parte de cualquier persona responsable, pero en las crisis resulta imprescindible para no enervar más la sensación de frustración que tienen los afectados al ver que su problema no se resuelve, y que quien debe resolverlo no los entiende y no explica con claridad qué está pasando.

De la misma forma en que nos esforzamos por escribir de manera entendedora, deberíamos preguntarnos si cuando hablamos escribimos claro; es decir, si nos entienden. Y para ello es necesario tener muy presente a quién tenemos enfrente: ¿qué espera de nosotros?, ¿qué le pasa?, ¿qué necesidades tiene? Así, el primer paso para hablar o escribir con lenguaje claro es la escucha. Escuchando, sabremos cómo deberíamos dirigirnos a nuestros interlocutores. Cada persona es un mundo diferente en el entendimiento y la recepción de mensajes, y nuestro esfuerzo debe dirigirse a que nos puedan entender, tanto por la claridad del lenguaje que usamos como por la adaptación de ese mensaje a cada interlocutor.

Las nuevas tecnologías y la irrupción de la Inteligencia Artificial permiten hoy generar mensajes personalizados o segmentados para distintos núcleos de población. Ya no resulta suficiente intentar resolver el problema con un comunicado o una respuesta homogénea para todo el mundo, sino que hay que entender que, en función de cada segmento de interlocutores, el lenguaje será uno u otro. Incluso los canales de comunicación serán diferentes en función de las personas o los colectivos a los que nos dirigimos.

En las crisis, el tiempo es cero y no existe. No conozco ninguna organización, empresa o institución capaz de responder con la misma velocidad a la que reacciona la sociedad ante cualquier situación de crisis. Las organizaciones necesitan tiempos de respuesta absolutamente alejados de las tolerancias actuales de la sociedad. Cuando el tren se para en un túnel con cientos de pasajeros, esos mismos pasajeros ya están emitiendo su relato mucho antes de que la empresa ferroviaria ni tan siquiera sepa que el tren se ha detenido. Cuando esa empresa prepara su respuesta, esta deber ser validada por la dirección, por el área de operaciones y probablemente por el departamento jurídico, y cuando esa respuesta llega a los afectados ya ha pasado tiempo suficiente como para que solo exista crispación y rechazo. Y además es muy probable que en su intento de explicar las cosas generen más frustración, ya sea porque la información dada no se corresponde con lo sucedido, porque no se ofrece solución ni instrucciones claras a los afectados o porque se utilizan calificativos como “pequeño incidente”, “avería fortuita” o un simple “la causa es ajena a la compañía”.

En un mundo cada vez más exigente, más intolerante, más militante y comprometido, explicar las cosas adecuadamente es una obligación si no queremos añadir más leña al fuego. La sinceridad y la claridad son un valor al alza en la escala de aceptación ciudadana. En las crisis se reducen los márgenes de aceptación y de aprobación y, en cambio, se amplían las exigencias, por lo que no solo debemos decir lo que está pasando, lo que realmente sabemos, lo que estamos haciendo y cómo debe actuar la población, sino que también debemos preguntar qué necesitan los afectados, cómo les podemos ayudar y en qué, y todo ello debemos hacerlo de manera que sea comprensible para nuestros interlocutores.

A hablar claro se aprende. Pero hablar claro requiere un proceso de aprendizaje, de preparación, de no improvisación; un proceso en el que debemos tener muy presentes las preguntas esenciales de toda comunicación: qué, a quién, cómo, cuándo y dónde. Sin responder previamente a esas cuestiones será muy difícil elaborar un mensaje claro, conciso y entendedor.

En las crisis, además, el factor único no es lo que más abunda. Las causas suelen ser cadenas de acontecimientos que coinciden en el tiempo, de errores, de absurdidades que se unen una tras otra hastaprovocar el incidente, poniendo de manifiesto que no hay razones en blanco o negro, que lo más habitual son los matices, la escala de grises que impide poder disponer de la verdad absoluta, de la razón exclusiva. El accidente del vuelo de Spanair en el Aeropuerto de Barajas (Madrid), en el que murieron 152 personas el 20 de agosto de 2008, puso de manifiesto ese cúmulo de circunstancias que confluyen en una crisis. En un primer momento se creyó que la causa era el incendio de un motor, pero mucho más tarde se comprobó que la catástrofe fue ocasionada por un problema en un termómetro exterior del avión, por la falta de desplieguede las alas (flaps), por una mala comprobación de la tripulación y por el fallo de una alarma indicando que no se habían activado los flaps durante el despegue. Es decir, todo confluyó en contra de ese trágico vuelo generando una cadena de errores en la comunicación durante las primeras horas, hecho que provocó la indignación de los familiares de las víctimas. Hubiera sido mejor alegar que la investigación requería su tiempo, que era precipitado establecer una única causa, que los técnicos estaban trabajando para determinar las causas del suceso, evitando así la proliferación de rumores, versiones e interpretaciones que llenaron páginas y páginas de periódicos y minutos y minutos de espacios informativos. La precipitación nunca es buena compañera en las crisis, porque estas siempre deparan sorpresas.

Dicen que hay crisis que matan –las que se lo llevan todo por delante– y crisis que engordan –aquellas que implican una oportunidad– y precisamente la oportunidad en las crisis radica en nuestra forma de reacción, aunque a menudo –siempre– lleguemos tarde y mal. Pero si esa reacción es la adecuada, tendremos mucho ganado, saldremos airosos y sin haberlo perdido todo en el camino. Siempre he defendido que las crisis son partidos que empiezan perdiéndose 5 a 0, por la velocidad en la que la sociedad genera su relato, pero esos partidos no duran 90 minutos, por lo que es posible remontar si las cosas se hacen bien.

La improvisación es otra de las características que más se repiten en la gestión de las crisis, fruto de la falta de una cultura de la resiliencia donde las organizaciones no solo tengan previamente identificados sus riesgos, sino que sepan, de antemano, como responder a ellos, con qué mensajes, con qué canales, a quién, cuándo y cómo. Las prisas por responder y la falta de preparación son un mal enemigo en la creación de un mensaje adecuado. Aquello de “digamos algo, sea como sea” no ayuda a definir los mensajes ni a crear un relato que pueda satisfacer las exigencias y demandas de la población. Y, por otro lado, la falta de portavoces preparados y formados tampoco contribuye a resolver esas situaciones inesperadas. Si no sabemos qué decir y, encima, quién debe decirlo no sabe cómo hacerlo, el fracaso está asegurado. Tenemos demasiados casos recientes de portavoces fallidos que han generado más crisis de la que realmente existía. También, por el contrario, casos como el de Andrew Cuomo, gobernador de Nueva York durante la pandemia, que con su estilo claro y directo se ganó la confianza y la aprobación de la ciudadanía, que ya lo veía como un serio rival demócrata para Donald Trump, y que puede tomarse como ejemplo de cómo se debería informar en situaciones de crisis: información constante, precisa, concisa, clara, sin adjetivos ni frases complejas, con todos los detalles, transparente, directa y empática. Aunque el caso de Cuomo terminó mal por las acusaciones de acoso sexual que lo obligaron a retirarse.

Las empresas, las organizaciones, las instituciones deben entender que lo que está en juego en una crisis es el conocimiento, la credibilidad y la confianza, y que ello configura la fórmula de la reputación. Si no nos conocen adecuadamente, si no nos creen, si no confían en nosotros, lo perdemos todo. Sin reputación, no somos nada. Y muy a menudo se olvida esta fórmula de las tres C para entender que el conocimiento se genera con información, la credibilidad con verdad y transparencia y la confianza con constancia y empatía. En comunicación se dice que somos lo que somos más lo que los otros piensan y creen que somos. En las crisis seremos creíbles si actuamos y respondemos adecuadamente, generaremos confianza si escuchamos correctamente y seremos más conocidos y más valorados si realmente nos entienden y nos aprecian.

Otro aspecto muy relevante en la gestión de las crisis es que estas conllevan manuales, protocolos y cientos de instrucciones operativas que muy a menudo resultan incomprensibles para quienes las deben ejecutar y, a veces, incluso contradictorias. “No se entiende” o “no lo entiendo” es una de las respuestas más habituales en encuestas internas sobre seguridad en las empresas, sin que nadie ponga remedio a ese despropósito que, llegada la crisis, conlleva errores o decisiones inadecuadas. La revisión de esos manuales y protocolos, desde el punto de vista del lenguaje y del mensaje, debería ser una constante en todas las organizaciones para evitar imprudencias, inoperancias y barbaridades.

Tener la información es tener la agenda de la crisis en las manos. Poder marcar el tiempo y poder tomar las decisiones y dominar el lenguaje, hacerlo comprensible, llegar a los distintos interlocutores y explicar las cosas cómo son, supone gran parte del éxito en la gestión de una crisis. Es mejor hablar poco y claro que decir mucho sin que nos entiendan.

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