De todos es sabido que, en la comunicación oral, la voz juega un papel fundamental en la manera en que nos expresamos y conectamos con los demás. Más allá de las palabras que escogemos, su sonido puede influir en cómo nuestros mensajes son recibidos e incluso percibidos.
Todo el mundo lo sabe, cierto, pero aún a menudo no le prestamos la atención suficiente o pensamos que es una tontería entrenar la voz con ejercicios de entonación, de control del ritmo o de vocalización para conseguir su mejor rendimiento a la hora de hablar en público, que esto solo lo hacen los profesionales del mundo del espectáculo.
Me ha venido a la cabeza ahora que escuelas, institutos y universidades acaban de arrancar el nuevo curso académico y, casi instintivamente, además de desearle que todo le vaya bien, he recomendado a mi sobrina que se estrena como maestra que no descuide su voz, para protegerla del cansancio y del desgaste, pero también para aprovechar todo su potencial.
La Organización Internacional del Trabajo considera al personal docente como uno de los principales colectivos profesionales que tienen la voz como instrumento de trabajo. Les resulta una herramienta básica para relacionarse con su público más destacado, el alumnado, y lograr transmitirles adecuadamente información y conocimientos, más allá de metodologías y nuevas tecnologías.
Y es que una voz atractiva, clara y expresiva puede conseguir que un discurso sea más memorable y convincente. Por eso insistimos en que, cuando nos preparamos para una intervención pública, ya sea una conferencia, la conducción de un acto o para hacer de portavoces de una empresa o institución, no podemos obviar nuestra voz. No es solo lo que decimos, sino cómo lo decimos lo que determina que las palabras tengan un sentido u otro.
¿Cómo podemos prepararnos? Aquí van tres ejercicios muy básicos que deberíamos practicar sin vergüenza alguna cuando tengamos claro qué queremos decir, por más ridículos que nos sintamos:
Ensayar la pronunciación. Practicar la dicción y la articulación. Aunque nos provoque un ataque de risa, nos puede ayudar leer en voz alta a diferentes velocidades, recitar trabalenguas o hablar con un lápiz o similar entre los dientes.
Controlar el ritmo y la entonación. La monotonía aburre. Es importante presentar los mensajes que emitimos a una velocidad adecuada. Si vamos muy rápidos, no vocalizaremos correctamente y el mensaje perderá efectividad. Si vamos demasiado lentos, nuestro mensaje resultará poco ágil y provocará bostezos. Debemos combinar las dos velocidades y adaptarlas a cada momento del discurso, y especialmente al mensaje que quiere reforzarse. Y hay que contar también con los silencios, las pausas. Por un lado, para no quedarnos sin aire, y por el otro, para generar expectativa, para llamar la atención sobre un dato o para separar las partes de la exposición. No todos los silencios son iguales. ¡Ah! Y está claro que siempre hay que adecuar nuestra voz a la audiencia y al contexto. Pero por lo que refiere al volumen, lo que seguro no hay que hacer es gritar o chillar.
Grabarnos y escucharnos, para ver si suena cómo queremos y, muy recomendable, pedir que lo escuche alguien para que nos diga con toda franqueza qué sensaciones le genera. Y siendo fácil como lo es hoy con los móviles, mejor aún si podemos grabarnos con imagen. Porque podremos comprobar mucho mejor si conseguimos resultar naturales, si somos nosotros cuando hablamos y no estamos sobreactuando. Se trata de hacerlo con nuestro estilo propio. Cada persona tiene una manera diferente de hablar, y es importante que cada orador imprima su sello personal en sus intervenciones. No es necesario copiar a nadie.
Para terminar, tres recomendaciones también muy básicas para tenerlas siempre presentes: preparación, preparación y preparación.
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